Érase
una vez una chica, normal, como todas las demás. Era divertida, alta, delgada y
muy resultona, lo que le daba una seguridad de la que carecía su entorno,
cargado de los típicos complejos veinteañeros.
A
la chica le gustaba tener una amiga íntima, una confidente. Así que cuando se
acercaba más a una de sus amigas, conseguía que la elegida se sintiera muy especial,
con tantas atenciones.
Ejercía
estupendamente de mejor amiga y escuchaba todas las confesiones, secretos,
deseos y anhelos… Ya se sabe cómo son de intensas las amistades a los veinte.
La
chica parecía buena gente; escuchaba, aconsejaba y también contaba algún
pequeño secreto: un cotilleo, una noticia de última hora o algo que no debería
decir pero que sí compartiría con su nueva mejor amiga porque eso la haría
sentirse todavía más especial.
Sin
embargo, había una pequeña trampa, todo lo que la chica contaba estaba cargado
de intención -mala, por supuesto-. Su mejor amiga del momento no lo sabía,
claro, estaba bajo el influjo de su magia, encantada siendo el objeto de sus atenciones
y confidencias.
La
chica era sibilina, manipulaba tan discretamente que a su amiga le resultaba
imposible percibirlo. Le contaba que alguien la había criticado -un mal
tremendo en un mundo de inseguridades- pero que ella había salido al rescate,
blandiendo su espada de amistad y defendiendo su honor.
Y
volvía a ocurrir, una y otra vez, hasta que su amiga pensaba que vivía en un
mundo tan hostil que su único apoyo era aquella chica; se sentía tan sola e
incomprendida ante semejante avalancha de maldad…
La
amistad duraba una temporada y, de repente, la chica se esfumaba. Desaparecía,
sin más, dejando a su amiga desconcertada, triste y muy sola. Había cavado una
fosa a su alrededor y quemado el único puente al huir de su vida.
Entonces,
la chica encontraba una nueva mejor amiga.
Y
luego otra.
Y
otra más.
El
tiempo pasaba, la chica crecía y todas sus ex mejores amigas también.
Se
formaron nuevos lazos, se desempolvaron antiguas amistades, se contaron nuevas
confidencias, secretos, anhelos y decepciones.
Para
sorpresa de todas, la chica siempre resultó ser la decepción común para las que
formaron parte de su vida. Hablaron de ello, porque les dolió mucho en su
corazón adolescente, y entonces descubrieron la verdad. Todo lo que había
contado la chica era una sarta de mentiras.
Entre
todas, tiraron de la manta con fuerza, dejando a la chica sin careta. Y lo que
vieron fue un personaje grotesco, envidioso, malicioso.
Pero
la chica seguía mintiendo, intentando manipular, creyendo en su capacidad para
sembrar malentendidos, pensando que su poder sobre las demás permanecía intacto.
¡Pobre ilusa!
La
chica no se imagina, o prefiere no hacerlo, que ya nadie la cree.
La
chica no piensa en lo ridícula que resulta.
Y
la chica mentirosa está sola porque sembrando desconfianza, la tierra se vuelve
yerma.
No
hay cosecha.
No
queda nada.
Lo increíble de esta fábula es que no pasa sólo cuando tienes poca edad es que pasa con 40 años con 60 o hasta con más.
ResponderEliminarHay que estar preparados para verlos venir , porque aunque parezca mentira casi siempre te coge desprevenida pero ya no hace tanto daño y además se pasa enseguida, son pobres personas que no merecen la pena.
Supongo que siempre esperamos que la gente sea relativamente normal; ¿para qué complicarse tanto la existencia pudiendo no hacerlo?
EliminarNo sé, que se tumben en un diván y empiecen a largar porque, desde luego, algo no termina de funcionar bien en sus cabecitas maliciosas.
Pero tienes razón, aunque nunca te lo esperes, su capacidad para hacer daño es cada vez menor. Y una vez que se descubre el pastel, ya no tienen ninguna.
Visto uno, vistos todos. Tienen el mismo modus operandi y se les cala rápido. Por lo general, su principal error, es menospreciar la inteligencia de los demás una y otra vez.
ResponderEliminarSubestimando a los demás, se les cala antes. ¡Menudo fallo de principiante para toda una vida de trolas y tejemanejes!
EliminarHacer el más absoluto de los ridículos es su pequeño castigo; el grande, la soledad.